sábado, 24 de octubre de 2020

CELAJES.

La niebla confunde al día en la tierra vallisoletana, lo efímero del verano lo convierte en poesía abandonada en el tiempo. 
A la orilla del camino, los ángeles hacen confidencias al rocío que cae fácil, como redescubriendo una tierra que un día fue buena para el trigo. 
La soledad vive aquí, instalada entre la bruma y las horas, enredada a las ramas del árbol sin nombre. Los ángeles ríen, pasan inadvertidos al transeúnte que jamás se detiene. Él también está solo, en medio de este paraje desabrigado donde gota a gota, la niebla teje su red de cenizas. El corazón aletargado, el paso acelerado y la oscuridad del invierno, todo dibuja una tarde llena de soledad, donde los sueños se desvanecen desteñidos por la neblina. 

Los ángeles abren sus alas y ascienden a los altares de nubes. Se posan sobre el árbol solo, habitado de humedades y arrastrado inevitablemente al letargo.  Huele a invierno y las navajas de hielo volverán a hundirse en los campos, donde la soledad hierve en las lomas y la sombra apaga la memoria de agosto. 

Desmemoriado el sol, los cuerpos se preparan para las viejas heridas, esas que oxidan el alma en el eterno silencio. Solo queda ya la esperanza que los ángeles dejan a los pobres entre los glaciares del cielo. Rezad, ha llegado el invierno.

Fotografía de mi amigo Manolo  Rubio en tierras vallisoletanas.

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