A unos días de Navidad y Casa Encantada sin adornar… ¡eso sí que era un problema! ¿Y qué sucedía? Pues que Matilda y Plumillas, una vez más, se habían enfadado. Ya sabéis cómo es la lagartija: revoltosa y protestona. Y cómo el ratón a veces la saca de sus casillas. Pero, claro, os estaréis preguntando qué había pasado.
Resulta que este año Matilda quería poner muchas luces de colores en la fachada de Casa Encantada y, además… montar muñecos enormes en el exterior. A Plumillas le pareció una ordinariez y dijo que no. Así, se hicieron dos grupos: los que querían una Navidad a tope de luz y decoración, y los que apostaban por una celebración sencilla y elegante, como de costumbre.
Y así… nos plantamos en vísperas de Nochebuena, sin acuerdo sobre los adornos de la casa. Para colmo, Matilda se había ido al bosque enojada, y hacía horas que no volvía. Aunque… esperad, creo que estaba el mago Pirú con ella.
—¡Vaaamos, Matilda! —dijo Pirú—. Esta actitud infantil y egoísta no es propia de ti.
—¿Y a Plumillas no le dices nada? ¡Ese ratón egoísta y presumido! —lloriqueó Matilda—. ¡Si no me dejáis poner mis luces, me quedo en el bosque y aquí celebraré la Navidad yo solita!
Pirú sintió lástima por ella; a fin de cuentas, Matilda era la alegría de Casa Encantada. Sí, un poco traviesa y buscadora de líos, pero encantadora y cariñosa. Tampoco era tan malo dejarla poner unas luces… y unos muñecos… y los villancicos de Bisbal a todo dar. Aunque claro, la última vez que cedieron a lo del Santa gigante en la puerta, no quedó un ave en muchos kilómetros a la redonda. ¡Huyeron asustadísimos! Además, hubo que desactivar la cúpula de protección invisible de la casa.
—¡Pero cómo vas a pasar sola la Nochebuena! —insistió Pirú—. Vamos a ver, vuelve a casa conmigo y tratemos de arreglar esto.
—Hola —dijo Plumillas sin más, enrollando el periódico y poniéndose aún más serio—. No sé qué os trae por aquí, pero yo tengo mucha prisa. Ya que nadie se ha encargado este año de adornar la casa, iré yo al desván y pondré lo que considere. Pronto será Nochebuena, vienen nuestros amigos, habrá que recibirlos en condiciones y no con un salón aburrido, como si fuera una noche más.
Matilda se dio por aludida y, muy enfadada, comenzó a exponer sus quejas por la falta de compañerismo y el poco espíritu navideño:
—¡Y además me has escondido mis espumillones de colores para la chimenea!
—¿Has acabado? Mira, Matilda, tú no quieres adornar la casa; tú quieres convertirla en uno de esos lugares… poco recomendables. No te vamos a permitir esos horribles muñecos de plástico ni esas luces ordinarias por toda la fachada.
—¡Tú no mandas! ¡Cursi! —le espetó, poniéndose de puntillas y enseñando unos pequeños dientes afilados—
—¡Ni tú y tu mal gusto! ¡Eres una maleducada!
Matilda se dio medio vuelta y echó a correr hacia el bosque. Estaba claro que este año la Navidad no iba a ser fácil.
Pirú estaba enfadado; la disputa entre amigos duraba ya demasiado. Para colmo, se habían formado dos bandos: en uno, Matilda con los cocineros Blasito y Benito, a quienes se había unido Smaugui, el culebre. Tener un dragón español de tu parte era un gran punto, porque amenazaba con quemar los adornos que no le gustaran. En el otro bando, Plumillas con la seño Yolanda, Bizcocho y doña Sinforosa. Ni don Leonardo ni el mago querían tomar partido en la pugna.
—Creo que tu actitud con Matilda no ha sido muy amable —le riñó Pirú a Plumillas—. Deberías ir tras ella y disculparte. Matilda es así, lo sabes. Enfadarse por este asunto es absurdo y poco generoso. ¡O acercáis posturas o este año no hay Navidad!
Diciendo esto, echó a caminar en dirección a donde se había ido la lagartija, dejando a Plumillas descolocado. Al llegar a Casa Encantada, el mago se fue derecho a la biblioteca para hablar con don Leonardo y buscar una solución. La Navidad estaba ya a unos días y debía ser una época de paz, no de rencores y enfados.
—Creo, querido Pirú, que esto ya no puede arreglarse ni con magia —dijo don Leonardo, sosteniendo en sus manos un libro sobre villancicos.
—¡Pues ya me dirá qué hacemos! No pienso pasar la Navidad en este ambiente, hágase cargo, mi querido amigo.
Don Leonardo se volvió hacia su mesa y, de un cajón, extrajo una agenda con aspecto de haber sido usada durante años.
—¡Esto solo puede arreglarlo mi amigo Jorge! —exclamó mientras agitaba la agenda en el aire. El ratón marcó un número y, al otro lado de la línea, alguien contestó raudo. Hablaron largo rato, y el mago decidió apartarse para dejar intimidad al bibliotecario.
Cuando se despidieron, Pirú se acercó intrigado:
—¿A quién ha llamado, si puede saberse?
—A mi amigo Dezcallar. Hemos llegado a un punto en que solo la diplomacia puede arreglar este conflicto, y para eso… Jorge es el mejor. Nos conocimos hace años en Nueva York cuando yo era bibliotecario y él consejero cultural. Primero nos unió el arte y luego… ¡el espionaje!
Pirú lo escuchaba sorprendido. ¿Don Leonardo, espía? Prefería no preguntar y ver qué tal era aquel amigo del que nunca le había contado nada.
—Pero… ¿en qué han quedado? —preguntó Pirú, cruzando los brazos, cansado de tanta intriga.
—¡Oh, claro! Voy a enviarle a Smaugui para que lo traiga. La magia le sienta mal, Pirú —le dijo, invitándolo a sentarse—. Verás, una vez estábamos almorzando en un restaurante cercano a la biblioteca en Nueva York, cuando recibió la visita de un chico que le informó que debía tomar un avión rumbo a Las Vegas para recuperar nada más y nada menos que un cuadro de Goya. El trayecto era largo y el tiempo escaso, así que me acordé de un amigo mago que vivía cerca de mi apartamento. Tuvo la gentileza de venir y envolverlo en una de esas nubes rosas que generáis para viajar en segundos… Pero la cosa no fue bien y anduvo horas desmayado. Al final… el cuadro se esfumó.
Pirú frunció el ceño: era la primera vez que oía que alguien se sintiera mal viajando con la magia. Estaba seguro de que el mago no ajustó bien las coordenadas. Ser buen mago no es fácil.
—No sé yo si mandar al culebre es buena idea. Tenga en cuenta que está en el bando de Matilda… —dijo Pirú.
—No te preocupes, lo traerá sin rechistar.
Pirú marchó a su laboratorio y, a eso de las cinco de la tarde, la seño Yolanda tocó a la puerta: había llegado el invitado.
El mago se encontró con un ratón de porte distinguido y pelo gris. Su mirada serena reflejaba la sabiduría de quien ha recorrido el mundo y escuchado sus secretos. Caminaba con la elegancia natural de los diplomáticos y su sonrisa, siempre amable, tenía el poder de abrir puertas y corazones. En él convivían el refinamiento de los salones más ilustres y la calidez de quien nunca olvida el valor de un gesto sincero.
En resumidas cuentas, le pareció un ratón único, capaz de llevar el peso del mundo con una ligereza que solo da la experiencia y el buen humor. Tras un rato de charla, se atrevió a preguntar:
—Me ha dicho don Leonardo que no te sienta bien la magia. ¿Cómo es que no puedes viajar en ella?
—¡No me hables! —respondió Jorge—. Anduve días desorientado, con dolor de cabeza… No vuelvo a probar algo así. Créeme, me hubiera venido muy bien en determinadas circunstancias, pero no… prefiero viajar por otros medios. Por cierto, este dragón español que me ha traído es muy cómodo y muy simpático; lo de decir tacos en lugar de lanzar llamas, supongo que será cosa de la tierra…
—Generalmente es educado, pero es que su amiga Matilda… —comentó Pirú.
—Sí… ¿Hay algo más español que soltar un taco? —preguntó Jorge sonriendo.
—¡Ya lo creo que sí! ¡Los churros! —y ambos rieron—.
Don Leonardo convocó a Matilda y a Plumillas para intentar arreglar el problema que arrastraban desde hacía más de un mes.
Cuando estuvieron en el salón, Jorge se presentó:
—Bien, Matilda, tú debes ceder algo y Plumillas también. Empecemos por algo pequeño, así avanzaremos —propuso Jorge, ante la atenta mirada de Pirú.
Matilda comenzó a dar vueltas en torno al diplomático, como solía hacer con los desconocidos. Lo olía, le rebuscaba en los bolsillos de la chaqueta…
—¡Matilda! —gritó Pirú, sabiendo que lo próximo, si no le gustaba, sería un mordisco. Pero no pasó nada.
—¡Qué bien habla este ratón! Me gustas —dijo Matilda, mostrando su dentadura blanca y su mejor sonrisa—. Coleguita, soy la mejor arquera de España y la galaxia. ¿Te gustaría echar unas flechas? Aún hay luz. ¿Qué dices?
—¿Eres arquera? —preguntó Jorge, sorprendido.
—¡La mejor! He cazado ojáncanos… ¿Te animas?
Jorge estuvo tentado, pero recordó su misión: mediar en un conflicto.
—Otro día, Matilda. Ahora estamos aquí para solucionar un problema.
—¡Te tomo la palabra! —dijo sonriendo—. Y dime, ¿qué hacías antes de que mi amigo Smaugui te trajera? Casi no me deja entrar al salón. Que si Jorge esto, que si Jorge lo otro…
—¡Vaya! Él también me cae bien. Estaba con mi amigo Arjun, embajador de la India en Francia…
—¡No me digas! ¿Y tiene elefantes? Me molan muchísimo los elefantes. ¡Tienes que llevarme contigo a ver elefantes!
El invitado rio ante las ocurrencias de Matilda; le pareció alegre y entusiasta, pero muy habladora. La tarde avanzó, recuperaron las negociaciones, pero solo a medias. Matilda, decepcionada, decidió marcharse con una pequeña maleta, pese a los ruegos de los asistentes.
Se habían puesto de acuerdo en la música y en los adornos de la chimenea, pero las luces exteriores seguían siendo un obstáculo. Verla marchar dejó un ambiente de tristeza desconocido en Casa Encantada. Blasito y Benito no paraban de llorar, y la seño Yolanda culpó a todos de no haber sido más generosos.
—¿Qué hay de malo en adornar con exceso una casa? —se preguntaba—. ¿Merecía la pena perder a Matilda por eso?
Arrepentida por su intransigencia, se adentró en el oscuro bosque. Los demás, al verla, cayeron en la cuenta de su error. Rápidamente, organizaron cuadrillas de búsqueda. El frío arreciaba, y Matilda no resistiría mucho sin la magia de Pirú.
Pararon en una gruta donde Smaugui previamente había lanzado una llamarada. El calor era tan agradable que a muchos les entró sueño. Mientras, Pirú escudriñaba su bola mágica.
—¿Qué ocurre? —preguntó Jorge.
—No lo sé. Esta bola puede ver los tiempos, pero no me ofrece ninguna imagen actual de Matilda. Esta gruta fue de un mago blanco; no puede haber nada malo en ella.
—Ahora sí que tenemos un problema —murmuró Pirú levantándose y mirando a los presentes. Si mi intuición no falla, Matilda está en la cueva de una bruja. Me las he visto algunas veces con ellas y en verdad os digo.. algunas pueden ser muy perversas.
—¿Estás bien? —La seño Yolanda se había sentado a su lado, alarmada por la expresión del diplomático.
—¡Oh, sí! ¡Qué diablos, no! ¿Qué es eso de ojáncanos y duendes? —se quejó Jorge.
—Es nuestra mitología —aclaró don Leonardo—. España tiene sus propias hadas y duendes. Tú mismo has conocido a Smaugui. ¿Qué te sorprende tanto?
De repente, una gran carcajada rebotó en las paredes de la cueva, todos reían mientras Jorge pasaba de la sorpresa a la indignación disimulada. Pirú se acercó y le dijo:
—¿Te has mirado, Jorge?
Pero el diplomático no salía de su asombro y la bromita se le empezaba a hacer pesada.
—Eres un ratón.
—Sí, claro —contestó Pirú—, soy un ratón, como la mayoría de vosotros. ¿Qué tiene eso que ver? —preguntó Jorge.
—Amigo… eres un ratón que habla y viaja en un dragón español —le explicó el mago sonriendo—. Vives en un cuento, estás siendo soñado por Pepa. Todos nosotros vivimos porque ella nos sueña. Claro que eso no quita para que nos hayamos rebelado alguna vez, pero esa es otra historia.
Jorge se quedó boquiabierto. ¡Claro que era un ratón! ¡Un ratón mallorquín y viajero! ¿Pepa? ¿Qué Pepa?
—¿Qué os trae por aquí? —preguntó el duende—. Soy Serafín y espero a otros amigos para dejar nuestros deseos junto a los de los niños. Si lo que deseáis no hace daño, los deseos cumplidos de los niños harán realidad el vuestro.
La seño Yolanda explicó lo ocurrido, pero al oír “bruja”, el duende arrugó el entrecejo.
—¡Veinte kilómetros! —exclamó Plumillas.
—Eso no es problema —dijo Smaugui—. ¿Para qué estoy aquí?
El duende explicó al mago cómo recuperar su magia y le entregó una de las luces del árbol de Navidad, con la condición de devolverla al terminar. Aquella luz, amor puro, les ayudaría a sobrevivir y vencer el mal.
Subieron a lomos de Smaugui y en cinco minutos llegaron al lugar. Los árboles estaban muertos, los arroyos secos… los ojáncanos destrozaban todo a su paso. Jorge, prudente, no se separaba del mago y hacía preguntas.
—Un ojáncano es un ser malvado —explicó Pirú—. Gigante, cruel, temido, con un solo ojo, voz de trueno, pelo rojo y áspero, diez dedos en manos y pies, y dos hileras de dientes. Solo tiene un punto débil: un pelo blanco en la barba. Si lo arrancas, muere.
—¿Habéis matado alguno? —preguntó Jorge.
—Nunca. No ha hecho falta, pero son muy peligrosos. A veces la astucia es más hábil que la fuerza.
Jorge se estremeció, pero se quedó con un par de palabras de la frase del mago: astucia y habilidad, nadie más indicado que él en situaciones peligrosas para lograr un resultado positivo. Estaba decidido, negociaría con los ojáncanos.
Smaugui, valiente, se adelantó a sus amigos, entró en la cueva que tenían justo en frente y comenzó a llamar a Matilda. Al oírlo, ella se volvió loca de contenta: ¡habían venido a rescatarla! Se había arrepentido mil veces de su tonta reacción. En su huida se topó con un duende tentirujo que, con engaños, la condujo hasta allí y, casi sin darse cuenta, se vio a oscuras en una cueva tenebrosa con dos de las criaturas más temidas del mundo.
Pensó que todo había acabado, pero al mismo tiempo sabía que era Navidad, que tenía derecho a su milagro, y comenzó a imaginar que tal vez alguien escucharía su llamada. No podía ser que Dios dejara a una criatura soñada terminar de ese modo. Aunque a veces era revoltosa, su corazón era noble; alguna solución habría para una lagartija cabezota… y para sus amigos, igual de cabezotas.
Al escuchar su nombre, Matilda supo que estaba a salvo y comenzó a gritar, a reír y a llamarlos a todos.
—Permítame presentarme, señor del bosque… Soy Jorge Dezcallar. Propongo un acuerdo: deje en libertad a nuestra amiga.
El ojáncano bajó la cabeza para mirar al ratón con su único ojo. Jorge no parpadeó; su corazón latía a mil por hora. Pirú le gritó que volviera, don Leonardo también, pero el diplomático se mantuvo firme.
El monstruo bajó la cabeza hasta estar a su altura. Todos pensaron que no saldría de allí, su actitud podría costarle la vida.
—Escúcheme, señor ojáncano. Le encantan las bellotas y le ofrezco una finca con miles de encinas. ¿Qué me dice?
Plumillas se sorprendió. ¡No podían permitir que destruyera las dehesas! Don Leonardo pidió calma: Jorge sabía lo que hacía.
Mientras tanto, Smaugui atacó por detrás, hincando sus garras en el ojáncano. El monstruo gritó y se levantó, manoteando en busca del culebre. Los demás aprovecharon para entrar en la cueva.
—¡Corre, Jorge! —gritó la seño Yolanda—.
Pirú sacó la luz de Navidad que le dio Serafín y todo se iluminó: ¡allí estaba Matilda encerrada! Al ver a sus amigos, se volvió loca de contenta.
Pero faltaba don Leonardo. Una voz lejana anunció que el bibliotecario había sido interceptado por un segundo ojáncano.
Pero no contaban con que Matilda había regresado al interior de la cueva para recuperar su carcaj y su arco. Comenzó a disparar flechas que impactaron en los ojos de los monstruos El primero soltó a don Leonardo, que cayó desde gran altura al suelo, mientras aquel ser se arrancaba el dardo afilado, del tamaño de una pequeña aguja.
El segundo estaba a punto de tragarse a Jorge, pero abrió la boca… y el ratón saltó desde dos metros de altura, siendo rescatado por Smaugui, que aprovechó para atacar de nuevo tras dejar a su amigo en el suelo.
De repente, una luz poderosa surgió de la mano del ojáncano que aprisionaba a Pirú, Plumillas y la seño Yolanda. La luz se multiplicó por un millón y rodeó a los ojáncanos, que quedaron cegados por un instante.
Nuestros amigos cayeron al suelo, pero ilesos, se fueron levantando uno a uno. Las lucecitas los rodearon también a ellos, y un amor indescriptible los elevó. Smaugui brillaba como una llama gracias a las pequeñas piedras semipreciosas entre sus escamas.
Jorge y don Leonardo, suspendidos en el aire, giraban mientras sentían cómo su cuerpo y su alma se recomponían. Todos estaban siendo envueltos por la magia de la Navidad: aquellas luces llenas de amor, los deseos cumplidos de los niños, ahora ayudaban a nuestros amigos a regresar a casa.
Las luces se apagaron. Todos estaban bien. Los arroyos corrían, la vegetación volvía a la vida, y los ojáncanos se transformaron lentamente en dos hermosos árboles.
—Bien, amigos, acabáis de ver la fuerza del amor —exclamó don Leonardo—. El que sentimos por nuestros amigos nos hizo arriesgar la vida para rescatar a Matilda. Ese amor nos salvó a todos.
Matilda abrazó a Plumillas y le pidió perdón; él hizo lo mismo. Devolvieron la luz al árbol y volaron junto a Smaugui a Casa Encantada.
Al día siguiente, temprano, la cocina estaba llena de dulces, chocolates y churros. Era hora de decorar. Matilda y Plumillas pusieron villancicos clásicos: Sinatra, Dean Martin, Judy Garland… cuya voz recorría cada ladrillo mientras los amigos colgaban guirnaldas, bolas de colores, bolas de nieve, cascanueces y un precioso Portal de Belén.
Jorge reía con las ocurrencias de Matilda; Plumillas sonreía al ver a su amiga entusiasmada y le preparó una sorpresa: un gran muñeco de nieve en el exterior. Todos estaban felices.
—¡Se acabó! —exclamó Matilda—. ¡Feliz Navidad, amigos!
Las risas y los vivas estallaron en Casa Encantada. Jorge se sintió feliz:
—Gracias por acogerme aquí. No sé si mi diplomacia os ha servido, pero a mí sí me ha servido vuestra magia. Contad conmigo para vuestras aventuras.
—¡Y con la tortilla de patata! —gritó Smaugui desde la ventana.
La Navidad había llegado a Casa Encantada. Los sueños de los niños brillaban en lo alto, velando por la inocencia del mundo.








