Nadie sabe quién es quién en este lugar ajeno al color donde no cabe más que abismo e invierno. Los árboles advierten la presencia de las nubes cenizosas, traerán la lluvia que cae siempre sobre las mismas piedras y sobre los troncos arrugados que aguardan al frío.
Aquí el tiempo es siempre el mismo, salvo para el Hombre, que como reloj de arena, deja escapar sus años imperfectos ante Dios. Y tal vez un día despierte de su abandono y se tienda al sol, a doblarse frente a la Naturaleza con un aleluya.
Mientras tanto, el avance del invierno es imparable y la armonía quieta de las sombras rezumará silencio. Paz. Los caminos se llenarán de lluvia y el sol será solo una alucinación en las grietas de la memoria.
El tiempo aquí tiene raíces, son los días del suelo que conocen los pastores, los que bendicen las mañanas al compás de su rebaño. Ellos saben que las horas giran en sus manos y que todo llega cuando tiene que llegar.
Los bordes de las nubes se visten de luto, el agua cae y las ramas que andan desnudas buscan refugio en el aire, se coronan de relente para que el tiempo llene de cicatrices su carne. Invierno, tiempo, bóvedas grises sobre estas tierras abandonadas por el sol una estación más, un año más, una eternidad más inmóvil bajo el cielo.
Fotografía gentileza de mi amigo Manolo Rubio.