Una lluvia espesa vela la luz que habíamos inventado, trayendo de nuevo la zozobra del invierno y sus diamantes acuosos. El cielo no detiene su hemorragia que ya en febrero se antoja insolente. Porque no es esta igual que la lluvia de mayo que cae como satén sobre la piel amada. No, esta es la que nace de la tiniebla y envuelve quejas que ya nadie quiere oír.
Es un día para beberse de un sorbo sin dejar una gota, para pasar palabras de la lengua al papel sin pensar demasiado. Como ahora, como yo, que no sé ni lo que escribo. Un día para excavar los fondos arenosos del corazón y plantar margaritas.
Y en este día, aquí estamos, con las vigas del alma a punto de oxidarse pero en pie, admirando la belleza trágica de un invierno que juega a revivir unas horas, esas que a veces encienden o apagan la imaginación. La mía, ¿inmerecida, desgastada, torpe? Dímelo tú, lector.
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