El aire venía cargado de olores esa mañana, salía del hospital con los ojos enrojecidos a causa de una noche larga repleta de despertares y ruidos propios del lugar. El frío rebotó en mi cara y lejos de molestarme lo agradecí, tal vez de ese modo distraería mi mente empeñada en arruinarme el ánimo para todo el día. Miré al cielo, estaba emborronado por unas nubes que más que algodón parecían humo de chimenea. Probablemente detrás estuviese el azul pero de momento…, ni rastro.
Me cruzaba con otras gentes, nadie daba los buenos días y los míos se quedaban flotando en el aire, buscando unos labios que quisieran acogerlos y devolverlos con una sonrisa. No tuve suerte.
Ya en el bar, gentes iban y venían cargando sus vidas y sus historias. Eso pensé nada más sentarme en el reducido espacio que había entre mi silla y la del parroquiano de atrás. Entrar mis piernas en el hueco no fue fácil, pero el chico que ocupaba el asiento que obstaculizaba la maniobra, no estaba por la labor de facilitarla.
Frente a mí, un grupo de médicos y enfermeros desayunaban con gran algarabía. Uno de ellos, relataba una historia que tenía encandilados a los demás, sus gestos histriónicos arrancaban risas y palabras de aprobación a su particular “cla”, totalmente entregada al guapo galeno. Por unos instantes me quedé observándolo, no parecía demasiado alto, sus rasgos y su marcado acento andaluz delataban a las claras su procedencia; era el típico hombre del sur de tez aceitunada y cabello zaíno al que tímidamente se habían tejido algunas hebras plateadas. Tenía los ojos enormes y en uno de sus barridos por el bar se chocaron con los míos que, como de costumbre, corrieron a esconderse. Me sentí como una niña pillada en falta, avergonzada me sumergí en la lectura del libro que traía entre manos a la espera de que llegara mi tostada con el té, algo que no tardó en suceder. La bebida era amarga en extremo, ni todo el azúcar del mundo podía disimular la pésima calidad de aquellas hierbas que al menos, calentaban el espíritu.
Mientras desayunaba enterré mis ojos entre las letras del libro, aunque intentaba seguir el hilo de la historia, la voz de aquel hombre que unos minutos antes me había resultado tan atractivo, distraía mi empeño por centrarme en el texto. No me atreví a levantar la mirada, así que no sin esfuerzo me propuse seguir enzarzada en las aventuras de los neutrinos y su victoria en la carrera contra la luz. Entre sorbo de té y bocado de tostada desfilaron el gato de Schrödinger, los parabienes de la fusión nuclear y el Bosón de Higgs, sin embargo, por las esquinas de la atómica historia se coló un pensamiento o más bien, una pregunta.
- ¿Por qué huyes siempre de la belleza?
Y un nudo (ahora estaría bien decir gordiano), se echó en mi garganta. La tristeza me aplastó con una losa pesada cargada de años y recuerdos. Para colmo de males, aparecía una expresión en el libro, más bien una palabra, que agitó la poza de los sentimientos e hizo que los esfuerzos por concentrarme en lo que leía se diluyeran. Me sentí pequeña, tanto que si levantaba los ojos de las letras no lograría sobresalir por encima de ellas ni un centímetro. Atravesada por el lacerante pensamiento, mi corazón rebosó de amargura ¿Por qué huyo de la belleza?
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